La banalización de la singularidad

OPINIÓN – Por Sebastián Plut (*)

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I.

Mi pulsión epistemofílica no se excita ante los desacuerdos, quizá porque solo encuentro displacer en polémicas cuyo principio rector sea tener razón. Si miramos honestamente la experiencia, los desacuerdos no suelen ser un motor interesante de debate. Es preciso que las diferencias reconozcan algún punto de afinidad para que devengan fértiles, y las más de las veces aquellos desacuerdos se afanan por arrasar lo que tenemos en común. Mis deseos de saber e investigar, más bien, cobran intensidad ante aquello que no conozco, y que por motivos no siempre evidentes me resulta interesante, pero también ante aquello que percibo, al menos a priori, inentendible. Allí se incluyen, por ejemplo, ciertos modos de pensar y argumentar en los que, siempre desde mi perspectiva, se ha perdido la consistencia necesaria entre enunciados o entre estos y los hechos. El desenlace conjetural al que arribo intenta tornar entendible algún tipo de fenómeno y así queda en segundo lugar, relegado, el problema del desacuerdo. La espontaneidad con que se movilizan dentro de mí esos procesos no impide que éstos cumplan cuanto menos una función: preservarme de la inconducente postura de privilegiar y exponer un desacuerdo antes de entender aquello a lo que me estaría oponiendo. La suspicacia auditiva o lectora devino en sinécdoque; ya no es un ingrediente, entre otros, de la receta intelectual, sino que ha ganado terreno, ocupa ahora casi toda la bandeja. La suspicacia ya no es un medio, sino un fin en sí misma.

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II.

La banalización de la singularidad expresa un particular fenómeno que reúne escenas diversas y que, a su vez, pone de manifiesto la incidencia de un tipo de obstáculo epistemológico. Un hilo une de manera inesperada la prédica actual sobre la responsabilidad individual en torno de la pandemia con un reproche que solemos recibir los psicoanalistas que nos dedicamos a investigar el discurso político, a saber, que estaríamos olvidando que nuestra ciencia se funda en la singularidad, entendida como el “caso a caso”, el “uno por uno”.

El merecido valor que le damos a la singularidad no debe constituirse en ceguera, es decir, aquel concepto no resulta suficiente para comprender la subjetividad, no se trata de sinónimos. Tampoco es patrimonio del psicoanálisis el vérselas con la singularidad, y Klimovsky nos lo dijo hace décadas: cada planeta también es una singularidad, pese a lo cual tenemos teorías sobre ellos. El planteo epistemológico es complejo y aquí no será lugar para profundizar en la suma de factores complementarios que convergen en la subjetividad, factores universales, generales y particulares, amén de los singulares. Sí digamos que quien entronice de modo excluyente la singularidad, no podrá resolver el dilema que se le presente cuando pretenda considerar las hipótesis generales de la psicopatología, los estudios de género o bien sobre los procesos de constitución psíquica en la infancia y la adolescencia, solo por mencionar algunas ocasiones.

Por momentos, la apelación al “caso por caso”, como objeción a las proposiciones psicoanalíticas sobre la política, adquieren la forma de un cliché y, como dijimos, opera como obstáculo epistemológico. Este último, entonces, impide una comprensión más precisa de la singularidad y de sus nexos con otras hipótesis, así como sobre la propia posición de quien ostenta como única clave el “uno a uno”.

Quizá ya se advirtió que son dos niveles diferentes los que resultan vedados por los fetichistas de la singularidad: un nivel empírico, relativo a la concepción sobre lo colectivo, y un nivel epistemológico, de mayor abstracción, referido a la relación entre lo singular y la teoría general. También quedan así superpuestas (e indiferenciadas) la dimensión etiológica y la dimensión semántica.

 

Una digresión: cuando estudiamos el célebre sueño freudiano de la inyección a Irma, tenemos acceso a un conjunto de vivencias singulares de Freud: sucesos de la víspera, episodios familiares, vínculos con colegas, etc. Sin embargo, cuando Freud afirma que el sueño figura un cumplimiento de deseo, ya da otro paso, consistente en una conclusión unificante, esto es, de alcance para toda actividad onírica de cualquier sujeto. En ese sentido, su hipótesis ya no se reduce a la singularidad.

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III.

Hace meses que nos amenaza, mundialmente, una pandemia, y una política sanitaria nos debe comprometer en una conducta colectiva, una responsabilidad social, pero nada de ello puede sostenerse si el criterio que rige no es general, en este caso ligado con una normativa sobre la cuarentena. La responsabilidad individual, sin una teoría o norma general ni una concepción social, solo resta como heterogeneidad incoherente, en que cada quien decide según sus intereses, deseos, temores, recursos, prejuicios y por qué no, también sus niveles de masoquismo en sangre.

Hacia 1927 Freud se preguntó por el mandamiento que exige amar al prójimo como a uno mismo, aunque hay un interrogante sobre aquel imperativo que Freud no se planteó. Si la medida del amor que el otro dará es el amor a sí mismo, ¿cuánto debemos confiar que ese otro se ama a sí mismo lo suficiente como para suponer que lo que recibiré de él es amor?

 

Otra digresión: desde hace años el paisaje sobre los fumadores ha cambiado notablemente. Nadie fuma en lugares cerrados (oficinas, restaurantes, aviones, universidades, etc.) pues la normativa es claramente restrictiva. Antes era posible subir en un ascensor con alguien que estuviera fumando y hoy esa escena es inverosímil. Sin duda la prohibición ha resultado esencial, aunque ha tenido un alcance tal que incluso, si un fumador está en casa de un amigo (donde no hay una norma legal) seguramente no fumará o saldrá al balcón, y aun en ese caso es posible que pregunte si molesta. Para que ocurra tan significativo cambio social no alcanzó con las decisiones singulares, sino que hicieron falta normas claras sostenidas, conocimiento científico sobre el daño que produce en los fumadores pasivos, aceptación social e individual y, a su vez, tiempo.

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Apelar a la responsabilidad individual sin un orden colectivo que haga de sostén, no da lugar más que a una dispersión que, en ocasión de una pandemia, es no solo abrir, sino meternos en la caja de Pandora. Se crea así una versión diferente del aislamiento, cuyo sentido ya no corresponde a una medida colectiva que nos une bajo un concepto preventivo, sino a la deriva de una suma impredecible de arbitrariedades.

 

IV

No podré explicar el porqué ni tampoco mensurar su abarcatividad, pero observo que padecemos una significativa incapacidad para confiar, una desconfianza que se enseñorea a toda velocidad cuando algo o alguien no nos cae bien. Cual si a un displacer debiéramos responder, de modo excluyente, con la desconfianza. Esta postura se combina en muchos, he notado, con una imperiosa necesidad de creer únicamente en ciertos pensamientos que se caracterizan por ser frágiles y autoengendrados.

Es este uno de los corolarios de la responsabilidad individual y del fetichismo de la singularidad, pues en tanto no se asumen compromisos colectivos ni se admiten hipótesis generales, el saber queda desestimado y solo resta como precario recurso la debilidad de las efímeras creencias individuales.

Una prestigiosa colega, con muchos años de experiencia de trabajo en salud pública, docencia e investigación, escribe sobre dos riesgos concomitantes de la atención psicológica en los consultorios: el de contagios y el de juicios por mala praxis. Tres tipos de respuesta no se hicieron esperar: a) uno la acusa de generar “sentimientos persecutorios” y que eso era “mala fe”; b) otro responde que cree que no habría ningún tipo de problema; c) otro señala que se trata de un mensaje amenazante.

Se discierne sin dificultad lo que mencionamos al comienzo, esto es, la infertilidad de ciertos desacuerdos. La respuesta b) opera desestimando un saber, al cual le contrapone una creencia. Recordemos cuando Bachelard sostuvo que lo real no es nunca lo que podría creerse sino lo que debiera pensarse. Se dirá, con algo de exceso y descuido por el arte de la argumentación, que cada uno tiene derecho a creer u opinar como prefiera. No estoy seguro de que tal conducta merezca el nombre de derecho, pero aun en ese caso, ¿por qué no preguntar, a quien tiene una trayectoria destacada, por los fundamentos de sus afirmaciones? Las respuestas a) y c) son aún más complejas, si se quiere, más graves y hostiles. Sin embargo, las tres respuestas tienen algo en común: desestiman el valor de la advertencia que surge de un saber, que no supone una anticipación de lo que sí o sí va a ocurrir, sino la importancia de un pronóstico y un riesgo verosímiles que es preciso tener en cuenta.

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V.

El individualismo, al que abonan tanto los cultores de una responsabilidad desocializada cuanto aquellos que banalizan el precioso sentido de la singularidad, conduce a la abolición de toda afinidad posible. Por esa vía, quedamos inermes ante lo que podría suceder pues, aunque lo sepamos, las creencias solitarias no nos permiten un pensamiento preventivo. Unos y otros concluyen degradando hasta el cero los procesos que dan cuenta del otro como un semejante. Así, estaremos dejando abierto el camino para que la desmentida afinidad retorne de modo mortífero, esto es, que sea el virus quien nos recuerde que todos pertenecemos a la misma especie.

 

(*) Doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI). Coordinador del Grupo de Investigación en Psicoanálisis y Política (AEAPG). Profesor Titular de la Maestría en Problemas y Patologías del Desvalimiento (UCES). Miembro Fundador del Grupo Psicoanalítico David Maldavsky (GPDM).

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